Después de la calentura

Por Gustavo Ruckschloss –

Es el otoño que hace bailar a las hojas.

Bailar acompañadas por el viento que las seduce para elevarse y enseñar su paso por el tiempo como compañero perpetuo del aire; ese aire que, discretamente, deja de hervir en la siesta para cambiar y refrescarse con los días nuevos, días que, como decía mi abuelita, se acortan un tranco de pollo.      

Al otoño lo creemos nuestro, pero es de ellas; de las hojas que ahora son libres, bailan y vuelan a su antojo y disfrutan del bullicio de un recreo infantil. 

Con sus giros, sus idas y vueltas para disgusto de las amas de casa que protestan al Supremo por sus quehaceres diarios, ahora complicados por el clima. Cualquier ama de casa que se precie, tendrá ahora argumento para charlar con las comadres. Cuando no sea por las hojas y la tierra será por el cambio del calor por el frío insolente que las pescó sin los abrigos correspondientes.

Se dice que las vistas se ponen doradas, por las hojas y los atardeceres que los iluminan y nos llenan de nostalgias.  

No sabemos nostalgias de qué, pero es así. Se apoderan de nosotros a la oración y nos acompañan hasta que dormirnos más mañosos que antes, que nos peleábamos con el calor.     

Estamos metidos en otro mundo, en el del otoño, que ladinamente nos fue llevando hacia el frío invierno. Nos fue quitando las calenturas y nos hizo más lerdos y temblones.  

Fue el mensajero del frío que nos cambió el ánimo y nos distrajo con el baile de las hojas doradas para llevarnos hacia las frazadas y la sopa caliente de este invierno tan poco simpático.


Fuente: Publicado en La Pericana, edición 390 del 21 de abril de 2024